martes, 19 de noviembre de 2013

Los amores los reales y platonicos


Los Amores Lisiados-Jaime Bayly

La vida amorosa de una persona se compone de los amores reales que tuvo la fortuna o la desdicha de hallar (la existencia de un amor suele anunciar la existencia de una desdicha) y de los amores imaginarios que en un momento parecieron posibles y luego se nos escaparon de las manos y quedaron como promesas truncas, como fantasías incumplidas.


 Uno es la suma de las personas que amó y de las personas que nos amaron y, sobre todo, de las personas que quisimos amar y no pudimos amar, de los amores que pudieron ser y no fueron. Curiosamente, los amores reales aparecen siempre como formas inferiores o incompletas de amor cuando se los compara con los amores imaginarios que el destino, vicioso, nos escamoteó.

¿Por qué unos amores se encuentran y, para bien o para mal, se cumplen, se entrelazan, se funden, y otros amores, teniendo todas las circunstancias a favor, nunca consiguen encenderse y se quedan apagados aunque a veces incendien nuestra memoria y nuestras fantasías? No hay una respuesta segura o definitiva. Cada amor es la suma de dos individuos, dos voluntades, dos espíritus flotando en la galaxia universal de los afectos y los rencores. Para que surja algo parecido al amor hace falta la arriesgada voluntad de los jugadores que, sabiendo que llevan las de perder, sabiendo que la cosa a buen seguro terminará mal, deciden vivir la aventura del amor y en nombre de ese amor borran o disuelven las marcas más personales de la identidad para forjarse una identidad en común. Se asume o se calcula que la fusión de esas dos identidades producirá una ganancia neta de felicidad para ambas partes, ambos socios. Se supone que la felicidad de estar a solas es inferior a la de estar juntos y por eso se elige a la pareja y se vive la fantástica aventura del amor.


No siempre, sin embargo, los cálculos se hacen sobre información seria y confiable. Dado que el amor es una expectativa de inversión que se construye sobre sentimientos, y dado que los sentimientos son cambiantes como los títulos de valores en una bolsa de inversión, y teniendo en cuenta que los sentimientos de una persona no siempre son genuinos y a veces son simulados, son posturas, son imposturas, los amantes a veces se enamoran de una persona que en realidad no existe y que ellos han construido, de buena fe, vaporosamente, en sus más inflamadas y disparatadas efusiones de afecto y que vale bastante menos de lo que creen. Cuando una de las partes emite información falsa para ganarse a la otra parte, esa relación de amor nace viciada y tarde o temprano acabará en una decepción cuando la persona cándidamente engañada descubra la verdadera naturaleza de la persona amada. ¿Cómo sabemos quién es verdaderamente la persona a la que queremos amar? Nadie lo sabrá con certeza. Ni siquiera la persona amada, volátil, caprichosa, inestable, lo sabrá nunca. Las personas cambian con los días, con los triunfos, con las desgracias, y por eso los amores van cambiando también, van extinguiéndose y renaciendo. ¿Por qué no pudo ser real esa relación de amor que en nuestra imaginación todavía aparece como un amor que pudo ser feliz, perfecto, que debió ocurrir y, maldita sea, no ocurrió? Nadie lo sabrá nunca. Esas dos personas se gustaban, se deseaban, se encendían mutuamente, se buscaban con impaciencia y hasta desesperación, y cuando encontraron la manera de estar juntas en la intimidad fueron felices, pero algo (la tibia o quebradiza voluntad de una de ellas, la duplicidad de la otra, el miedo a la opinión de los demás, el temor a volver a fracasar) conspiró callada y minuciosamente para que ese amor quedase así: trunco, lisiado.


Los amores lisiados nos persiguen en la memoria con más saña que los amores contrariados. De estos últimos al menos puede decirse: lo intenté, llegamos hasta el final, duró lo que tenía que durar, luego todo se fue al carajo y nos separamos como era menester. Y por muy malo que sea el final de un amor, uno nunca se arrepiente de haberlo vivido si tuvo momentos de auténtica, irrepetible felicidad. Con los años, los amores contrariados se recuerdan con una cierta benevolencia y uno piensa que eran amores que tenían que ocurrirnos y que, hechas las sumas y las restas, más fue el tiempo bueno y no fue un error emprender aquella aventura, aunque el final fuese catastrófico y todavía duelan las heridas. Pero los amores lisiados, los que pudieron ser y no fueron, son sin duda los que más atormentan, quizá porque pensamos que fue por nuestra culpa que las cosas no se concretaran, quizá porque imaginamos que esos amores, de haber florecido, habrían sido infinitamente más felices que cualquiera de los que nos tocó vivir.


Los enamoramientos son alianzas complejísimas de las voluntades humanas, y es muy insólito que esas alianzas sean lúcidas y convenientes y dejen una ganancia neta de felicidad para los enamorados. Eso casi nunca ocurre, y cuando ocurre hay que celebrarlo porque es como un milagro. Lo que ocurre más a menudo es que uno se enamora hasta los huesos de la otra persona y ese amor no es correspondido y con esa espina tenemos que vivir el resto de nuestras vidas; o que ambos se enamoran pero ciertas circunstancias ajenas a su control (digamos el azar, las leyes, las geografías, los trabajos) impiden que ese amor sea posible en términos prácticos (este es el tipo de enamoramiento que, con mucha suerte, se hace realidad cuando la pareja tiene ya sesenta o setenta años y ha pasado la vida entera, alejada por circunstancias díscolas, esperando ese momento); o que dos personas se enamoran y en el punto inicial se aman tanto como se desean pero avanzado un cierto trayecto se siguen amando pero ya se desean menos o no se desean nada, es decir que la curva del amor puede ir en ascenso y la del deseo, en descenso, lo que generalmente termina en una ruptura del tipo me voy con un cuerpo al que no amo pero al que deseo con ferocidad animal, mil disculpas; y sobre todo lo que ocurre con mucha frecuencia es que dos personas se enamoran honesta y auténticamente y luego van cambiando honesta y auténticamente en direcciones separadas e incluso opuestas, y entonces llega un momento inevitable en que lo honesto y auténtico es reconocer que las dos personas que se enamoraron ya no existen y son ahora, enhorabuena, dos personas distintas, no sé si mejores o peores, pero distintas, y ya no hay vuelta atrás, es un punto sin retorno, nadie puede volver a ser el que era en la foto de su fiesta de promoción.

Parecería una grosería suponer que uno merece ser amado. Que alguien nos ame es siempre un exceso, una generosidad de la otra parte. Que alguien nos desee y, peor aun, quiera acariciarnos no debería atribuirse en modo alguno a nuestra dudosa belleza sino a la soledad y la desdicha de la persona que nos desea y procura redimirse con nosotros de su más íntima tragedia. No debería sorprendernos o escandalizarnos que estemos solos y que los pocos amores que nos fueron dados terminasen de un modo aciago. Es lo justo, es lo humano, era lo previsible. Si aguantarse a uno mismo es una cosa muy seria y tenaz, ¿por qué deberíamos esperar que otra persona encuentre gracioso aguantar nuestra abrumadora pesadez? Pero la imaginación es siempre la loca alborotada del patio y nos promete que los mejores amores nos esperan a la vuelta de la esquina y que ese amor imposible que nos ha sido negado con mezquindad acabará por ceder y entregarse a nosotros, y entonces seremos felices como nunca lo hemos sido: es solo cuestión de esperar un poquito más, tener paciencia, darle tiempo a la otra persona para que se dé cuenta de que lo que más le conviene es detenerse, darse vuelta, mirarnos a los ojos y venir a abrazarnos: ven, mamita, ven, papito, aquí estoy todo para ti, toda la vida entera esperándote. Lógicamente, eso no va a ocurrir, y no por eso uno renuncia a las delicias de imaginarlo.