Los Amores Lisiados-Jaime Bayly
La vida amorosa de una persona se compone de los amores reales que tuvo la fortuna o la desdicha de hallar (la existencia de un amor suele anunciar la existencia de una desdicha) y de los amores imaginarios que en un momento parecieron posibles y luego se nos escaparon de las manos y quedaron como promesas truncas, como fantasías incumplidas.
Uno es la suma de las personas que amó y de
las personas que nos amaron y, sobre todo, de las personas que quisimos
amar y no pudimos amar, de los amores que pudieron ser y no fueron.
Curiosamente, los amores reales aparecen siempre como formas inferiores o
incompletas de amor cuando se los compara con los amores imaginarios
que el destino, vicioso, nos escamoteó.
¿Por qué unos amores se encuentran y, para
bien o para mal, se cumplen, se entrelazan, se funden, y otros amores,
teniendo todas las circunstancias a favor, nunca consiguen encenderse y
se quedan apagados aunque a veces incendien nuestra memoria y nuestras
fantasías? No hay una respuesta segura o definitiva. Cada amor es la
suma de dos individuos, dos voluntades, dos espíritus flotando en la
galaxia universal de los afectos y los rencores. Para que surja algo
parecido al amor hace falta la arriesgada voluntad de los jugadores que,
sabiendo que llevan las de perder, sabiendo que la cosa a buen seguro
terminará mal, deciden vivir la aventura del amor y en nombre de ese
amor borran o disuelven las marcas más personales de la identidad para
forjarse una identidad en común. Se asume o se calcula que la fusión de
esas dos identidades producirá una ganancia neta de felicidad para ambas
partes, ambos socios. Se supone que la felicidad de estar a solas es
inferior a la de estar juntos y por eso se elige a la pareja y se vive
la fantástica aventura del amor.
No siempre, sin embargo, los cálculos se
hacen sobre información seria y confiable. Dado que el amor es una
expectativa de inversión que se construye sobre sentimientos, y dado que
los sentimientos son cambiantes como los títulos de valores en una
bolsa de inversión, y teniendo en cuenta que los sentimientos de una
persona no siempre son genuinos y a veces son simulados, son posturas,
son imposturas, los amantes a veces se enamoran de una persona que en
realidad no existe y que ellos han construido, de buena fe,
vaporosamente, en sus más inflamadas y disparatadas efusiones de afecto y
que vale bastante menos de lo que creen. Cuando una de las partes emite
información falsa para ganarse a la otra parte, esa relación de amor
nace viciada y tarde o temprano acabará en una decepción cuando la
persona cándidamente engañada descubra la verdadera naturaleza de la
persona amada. ¿Cómo sabemos quién es verdaderamente la persona a la que
queremos amar? Nadie lo sabrá con certeza. Ni siquiera la persona
amada, volátil, caprichosa, inestable, lo sabrá nunca. Las personas
cambian con los días, con los triunfos, con las desgracias, y por eso
los amores van cambiando también, van extinguiéndose y renaciendo. ¿Por
qué no pudo ser real esa relación de amor que en nuestra imaginación
todavía aparece como un amor que pudo ser feliz, perfecto, que debió
ocurrir y, maldita sea, no ocurrió? Nadie lo sabrá nunca. Esas dos
personas se gustaban, se deseaban, se encendían mutuamente, se buscaban
con impaciencia y hasta desesperación, y cuando encontraron la manera de
estar juntas en la intimidad fueron felices, pero algo (la tibia o
quebradiza voluntad de una de ellas, la duplicidad de la otra, el miedo a
la opinión de los demás, el temor a volver a fracasar) conspiró callada
y minuciosamente para que ese amor quedase así: trunco, lisiado.
Los amores lisiados nos persiguen en la
memoria con más saña que los amores contrariados. De estos últimos al
menos puede decirse: lo intenté, llegamos hasta el final, duró lo que
tenía que durar, luego todo se fue al carajo y nos separamos como era
menester. Y por muy malo que sea el final de un amor, uno nunca se
arrepiente de haberlo vivido si tuvo momentos de auténtica, irrepetible
felicidad. Con los años, los amores contrariados se recuerdan con una
cierta benevolencia y uno piensa que eran amores que tenían que
ocurrirnos y que, hechas las sumas y las restas, más fue el tiempo bueno
y no fue un error emprender aquella aventura, aunque el final fuese
catastrófico y todavía duelan las heridas. Pero los amores lisiados, los
que pudieron ser y no fueron, son sin duda los que más atormentan,
quizá porque pensamos que fue por nuestra culpa que las cosas no se
concretaran, quizá porque imaginamos que esos amores, de haber
florecido, habrían sido infinitamente más felices que cualquiera de los
que nos tocó vivir.
Los enamoramientos son alianzas complejísimas
de las voluntades humanas, y es muy insólito que esas alianzas sean
lúcidas y convenientes y dejen una ganancia neta de felicidad para los
enamorados. Eso casi nunca ocurre, y cuando ocurre hay que celebrarlo
porque es como un milagro. Lo que ocurre más a menudo es que uno se
enamora hasta los huesos de la otra persona y ese amor no es
correspondido y con esa espina tenemos que vivir el resto de nuestras
vidas; o que ambos se enamoran pero ciertas circunstancias ajenas a su
control (digamos el azar, las leyes, las geografías, los trabajos)
impiden que ese amor sea posible en términos prácticos (este es el tipo
de enamoramiento que, con mucha suerte, se hace realidad cuando la
pareja tiene ya sesenta o setenta años y ha pasado la vida entera,
alejada por circunstancias díscolas, esperando ese momento); o que dos
personas se enamoran y en el punto inicial se aman tanto como se desean
pero avanzado un cierto trayecto se siguen amando pero ya se desean
menos o no se desean nada, es decir que la curva del amor puede ir en
ascenso y la del deseo, en descenso, lo que generalmente termina en una
ruptura del tipo me voy con un cuerpo al que no amo pero al que deseo
con ferocidad animal, mil disculpas; y sobre todo lo que ocurre con
mucha frecuencia es que dos personas se enamoran honesta y
auténticamente y luego van cambiando honesta y auténticamente en
direcciones separadas e incluso opuestas, y entonces llega un momento
inevitable en que lo honesto y auténtico es reconocer que las dos
personas que se enamoraron ya no existen y son ahora, enhorabuena, dos
personas distintas, no sé si mejores o peores, pero distintas, y ya no
hay vuelta atrás, es un punto sin retorno, nadie puede volver a ser el
que era en la foto de su fiesta de promoción.
Parecería una grosería suponer que uno merece
ser amado. Que alguien nos ame es siempre un exceso, una generosidad de
la otra parte. Que alguien nos desee y, peor aun, quiera acariciarnos
no debería atribuirse en modo alguno a nuestra dudosa belleza sino a la
soledad y la desdicha de la persona que nos desea y procura redimirse
con nosotros de su más íntima tragedia. No debería sorprendernos o
escandalizarnos que estemos solos y que los pocos amores que nos fueron
dados terminasen de un modo aciago. Es lo justo, es lo humano, era lo
previsible. Si aguantarse a uno mismo es una cosa muy seria y tenaz,
¿por qué deberíamos esperar que otra persona encuentre gracioso aguantar
nuestra abrumadora pesadez? Pero la imaginación es siempre la loca
alborotada del patio y nos promete que los mejores amores nos esperan a
la vuelta de la esquina y que ese amor imposible que nos ha sido negado
con mezquindad acabará por ceder y entregarse a nosotros, y entonces
seremos felices como nunca lo hemos sido: es solo cuestión de esperar un
poquito más, tener paciencia, darle tiempo a la otra persona para que
se dé cuenta de que lo que más le conviene es detenerse, darse vuelta,
mirarnos a los ojos y venir a abrazarnos: ven, mamita, ven, papito, aquí
estoy todo para ti, toda la vida entera esperándote. Lógicamente, eso
no va a ocurrir, y no por eso uno renuncia a las delicias de imaginarlo.